Aquella tarde nunca se me olvidará. Evitabas mirarme a los ojos y tus manos tenían cierto temblor que presagiaban que cuando me llamaste para tomar café no iba a ser para hablar de cosas triviales.
“No te imaginas lo que he hecho”, rompiste el silencio con aquella demoledora frase. No me dio tiempo ni a reaccionar con un simple “¿Qué?” o un cómplice “Dime” y te echaste a llorar cubriéndote el rostro con las manos.
Aquel café se hizo eterno. Me hiciste jurar que me llevaría el secreto hasta la tumba y, de momento, sigo siendo un cómplice fiel: de mi boca no ha salido absolutamente nada. Pero… aquella tarde no se me olvidará, ni la conversación que cambió nuestras vidas ni cómo recorrimos todos los supermercados de la zona comprando lejía y guantes de látex: “un bote y un paquete en cada sitio, poco a poco para que no se note”.