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Día 13 – Los números

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Jaime acababa de cumplir la mayoría de edad, dieciocho años bien aprovechados en los que había desarrollado una extraña patología con los números: con los primeros rayos de luz de cada día comenzaba a contar y recontar todo lo que le rodeaba y así continuaba cada día hasta que finalizaba aritméticamente cada noche; pero no contando ovejas como cualquier hijo de vecino, a veces contaba los pétalos de las trece rosas de plástico que había en el jarrón de la cómoda y, otras veces, contaba -de memoria- las ventanas que había en su bloque de 21 pisos, recordando el color de las cortinas de cada una de ellas.

Siempre llevaba dos lápices en el bolsillo del pantalón, uno de ellos de repuesto y otro -más gastado- para apuntar en una libreta las cifras que le habían llamado especialmente la atención durante el día; por ejemplo, un día anotó los 26 platos diferentes que ofrecían en el bar de la esquina. Un número que a Jaime le producía una sensación de placer difícil de explicar: distaba tres cifras por arriba y por abajo de dos números primos, el 23 y el 29, números primos consecutivos para más inri.

Una sensación de placer relacionada con los números que traía realmente amargada a la madre de Jaime, como aquella vez que llegaron tarde a una cita con el director del instituto porque Jaime se entretuvo calculando los 22 litros de líquido que podrían almacenarse en las jarras y otros recipientes que había en el mueble del salón o aquella vez que perdieron un tren porque fue anotando las trayectorias que describían las catorce moscas, exactamente catorce, que había en la sala de espera de la estación.

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